ANOTACIONES EN UNA VIEJA LIBRETA ESCOLAR QUE NO UTILICÉ EN SU MOMENTO (Parte I)
No sé si, en el momento de escribir sus autobiografías, los escritores de verdad ficcionan sus recuerdos para presentarlos más vívidos. Los míos están desordenados y velados como fotografías sobre expuestas. De todos modos, esto tampoco es una autobiografía, sino más bien una retahíla de recuerdos que le cuento a un terapeuta imaginario que asiente con la cabeza y toma notas con gesto indolente.
El primer recuerdo que conservo de un centro escolar debe de ser del jardín de infancia. Recuerdo una hamburguesa más seca que una mierda al sol sobre un plato cuadrado de aluminio y a una señora diciéndome, de muy malas maneras, que me la tenía que comer. Esto fue en Valencia, donde me crié hasta los seis años. La guardería se llamaba Bambi. Lo sé porque me lo han contado más tarde, pero yo sólo recuerdo ese trozo de carne quemada. Creo que, con el paso de los años, mi memoria ha ido distorsionando ese recuerdo hasta convertir aquél comedor en el de una prisión. Tal vez no fuese siempre así, pero es lo único que mi mente ha conservado.
Del primer colegio al que fui sí que guardo bastantes recuerdos. Era el colegio Doctor Olóriz de Valencia, un edificio antiguo de color beige con grandes ventanales. Tengo el primer día grabado en la memoria. Sé que entré tranquilo y lo estuve hasta llegar al patio grande que precedía al aulario infantil, unas casetas bajas con techo de uralita a la izquierda del edificio principal. Allí vi a varios niños y niñas llorando y suplicando como si fuesen a mandarles al frente a morir de un disparo a bocajarro en el pecho. Uno pataleaba, tendido boca abajo en el suelo color gris piedra, abrazado a una de las piernas de su madre. Recuerdo que yo miré a la mía aterrorizado y creo que la obligué a quedarse allá fuera hasta que acabarán las clases, porque estuve un rato mirando por la ventana para ver si seguía allí, saludándome. Supongo que se largaría en cuanto me despisté un buen rato.
El patio infantil era minúsculo, hasta para unas personitas de nuestro tamaño, y tenía una fuente con varios grifos en uno de los extremos, más parecida a un abrevadero de puercos. Quedaba a la derecha del aulario infantil, entre éste y el edificio principal. Lo separaba del patio grande una puerta de rejas de metal. Creo que era blanca.
En general, los recuerdos de aquella época son bastante agradables, pese a la angustia de separarme de mi madre que no sé cuánto tiempo pudo durar. En clase rellenábamos fichas, uníamos los puntos o repasábamos letras con un punzón que alguno se ensartó en la uña del dedo índice con bastante energía. Había varias mesas verdes en forma de hexágono y una cesta con ceras de colores en el centro de cada mesa. Todo el mundo codiciaba el "color carne" y el lila, incluido yo, imagino que porque solamente teníamos uno de cada, mientras que del resto de colores, aunque rotos en mil pedazos, teníamos de sobra.
Mi mejor amigo se llamaba Jorge, un niño muy majo al que mi padre no quería que abrazara porque eso de abrazar a otro niño "era raro". Aún así, vino varias veces a casa. Aún conservo la foto de una Polaroid en la que estoy con él. En el pie de foto mi madre me animó a escribir mi nombre y el de Jorge, supongo que supervisado por ella. Mi caligrafía sigue siendo prácticamente la misma treinta años después.
Tenía dos o tres amigos más. A uno de ellos nos lo encontramos una tarde por la calle. Me puso muy contento verlo. Lo saludé.
- Pobre chico - dijo mi madre. Yo no entendía porqué se compadecía así de mi amigo Dani.
- Tiene toda la cara sucia y la ropa rota.
Ni siquiera me había dado cuenta de eso. No tenía prejuicios. No sabía lo que eran. Ninguno de nosotros lo sabía a esa edad. No demasiado tiempo después yo mismo descubriría que nosotros también éramos pobres como las ratas, pero todo se andará.
En esos tiempos nosotros vivíamos justo en frente del colegio. Mis padres, mis dos hermanas mayores y yo. No hace muchos años volví a visitar esa zona, incluido el colegio, pero casi nada era como lo recordaba. Como lo recuerdo. El pase de fotogramas mentales de aquellos días viene siempre acompañado por una música horrible: Todo suena a Laura Pausini, a Emilio Aragón, a Rosario Flores y a su asqueroso gato de mierda. Cómo odiaba esa canción. No entonces, claro. Entonces todavía no había aprendido a odiar. En esas fotografías veladas hay descampados, parques con grava y jeringuillas por el suelo. Era la primera mitad de los 90 y la heroína todavía no había terminado de cargarse a buena parte de la juventud de los barrios humildes.
Una tarde me quedé en casa de mi amiga Marta. Su madre se hizo cargo de nosotros en ausencia de mis padres, no sé muy bien porqué. Ojalá pudiera recordar la cara que pusieron cuando les conté que la mamá de Marta había sacado un papel de envolver bocadillos, había quemado algo en él y no paraba de salir un humo muy blanco mientras Marta y yo jugábamos a las casitas debajo de la mesita redonda en la que aquella yonki, sentada en su silla de mimbre, nos cuidaba, nos cuidaba.
Otra de esas tardes, saliendo del Ford Fiesta blanco de mis padres, dos chicas mayores que, según he sabido después, iban jugando a darse patadas voladoras, me interceptaron sin querer y me rompieron el fémur derecho. Mi mente ha borrado por completo el dolor de aquello - porque supongo que dolería lo suyo - y solamente ha dejado en el centro de ese cajón a aquellas dos chicas mirándome aterradas y pidiéndome perdón mientras yo lloraba y gritaba en el suelo que no podía mover la pierna.
El primer pronóstico fue atribulador: Iban a operarme y a ponerme hierros. Aún así, me quedaría una cojera de por vida. Menos mal que mis padres pidieron una segunda opinión, por aquello de no tener un niño que fuese andando por el recreo como don Manuel Fraga Iribarne. Por lo visto, un médico más iluminado me colocó el hueso en el sitio y le dijo a mi padre que ya estaría. Mi padre, que vio en la posterior radiografía uno de los extremos de mi fractura mirando a una esquina del falso techo y el otro al rodapié de la parte contraria, se quedó con la mosca detrás de la oreja, pero pese a todo, era más halagüeño que un andamio metálico recorriendo mi pierna desde la cadera hasta el tobillo. Eso sí, tuve que pasar varios meses con ambas piernas escayoladas hasta la cintura y una barra en medio para evitar cualquier movimiento propio de un niño de cinco o seis años. Durante todo ese tiempo estuve cagando en un plato de plástico rojo y meando en un recipiente de plástico transparente. Me vienen a la mente aquellos platos de mierda cuando rememoro todo el proceso de recuperación, estoy seguro de que tenían mejor aspecto que la hamburguesa seca de la guardería.Después tuve que volver a aprender a andar, y aunque sin rastro de cojera, ya os adelanto que no pude labrarme una brillante carrera en el Valencia CF.
A veces me pregunto qué hubiera sido de mí si hubiera seguido siendo un niño valenciano. Puede que al crecer me hubiera dado por empezar a rendirle un exagerado culto a mi cuerpo decorado con tatuajes de vírgenes y letras góticas y ahora llamase tete a todo el mundo. Pero esa fantasía de línea temporal se truncó cuando mis padres nos dijeron que nos íbamos a vivir una temporada a casa de mi abuela a un pueblito llamado Burriana. ¿Cómo esperaban que nos fuésemos a tomar la noticia? ¿Burriana? ¿Qué mierda de nombre era ese para un lugar en el que vivir con cierta dignidad?
No alcanzo a recordar cuál fue el motivo por el que nos contaron que nos íbamos, sólo sé que aquello iba a ser temporal y que, pasado un tiempo, regresaríamos a Valencia. Era mentira. Mis padres nos mentían de forma recurrente. Nos mentían por comodidad, como se hace muchas veces con los niños para eludir exponerse a situaciones incómodas como dar explicaciones complejas y dolorosas que se escapan al entendimiento de un niño que piensa que el castellano es la lengua que se habla en Castellón y el valenciano es la que le corresponde a Valencia porque no conoce más mundo. Los padres se acomodaban en una serie de mentiras que yo intuía, pero a las que yo también les fui amoldando la forma de mi culo como si de un viejo sofá se tratasen.
Así, el niño salió en un tren para Burriana por una breve temporada que acabó durando más de dos décadas, con la desilusión por dejar a los amigos atrás y ningunas ganas de conocer gente nueva. ¿Qué iba a depararle el futuro a un niño que jamás pronunciaría la palabra tete para referirse a alguien que acaba de conocer? Buah, a saber.
Kevin A.
Comentarios
Publicar un comentario